Trabajar con la realidad, en vez de la ficción, afana hace diez años a la compañía Kimvn Teatro. Su obra Ñuke —basada en testimonios reales— inserta a los espectadores en la ruka de una familia mapuche asediada por la fuerza policial. En la última función, Paula González, su directora, revive un viaje a Cañete, los dolores de trabajar con el teatro documental y explica los límites de qué contar sobre la cosmovisión mapuche.
Lentamente la actriz, documentalista y directora de Ñuke, Paula González (34 años) se ha acercado a la realidad mapuche—ascendencia que su familia en Santiago le negó—hasta lograr con ésta, su última obra, internarse en el propio territorio en conflicto. Tenía quince años cuando su tía, profesora intercultural y hablante de mapudungun, la llevó a la Isla Hualpi. “Recuerdo que íbamos en una camioneta y tuvimos que agacharnos varias veces porque habían balazos”, cuenta Paula, “estaban en un proceso de recuperación territorial, había gente que no hablaba español, solo mapudungun; entré a una ruka y habían unos abuelos haciendo ülkantun, canto mapuche originario, quedé muy conmovida”. Desde entonces junto a su hermana Evelyn indagan en su historia familiar y con ella nutren el trabajo creativo de la compañía. Este método las llevó a acercarse al teatro documental, género que utiliza los testimonios, los relatos familiares y la contingencia para recuperar la memoria y, casi siempre, la historia no oficial de los pueblos.
La ruka de Kimvn Teatro, la que sirve de escenografía y recibe a los asistentes a Ñuke. Una mirada íntima hacia la resistencia mapuche, quedará instalada todo el 2018 en el Museo de la Memoria, institución que este año dedica sus muestras a la memoria indígena. Sobre el techo de la ruka flamea wenufoye, la bandera de la nación mapuche, como si se hubiese conquistado un territorio en medio de la capital, lejos del Wallmapu. “En Santiago se quemaron todas las rukas en el periodo de la Pacificación de la Araucanía. Cuando surge de nuevo la democracia se empiezan a levantar centros ceremoniales pero en la periferia. Yo creo que esta es la primera ruka que se levanta en el centro de Santiago, ahora sí, es una ruka del arte quizás”, comenta Paula González.
En la última función del año mucha gente queda sin entradas. Se les pide a los asistentes que hagan un esfuerzo para que todos entren y se los acomoda en sillas y en el piso de tierra de la ruka, ahí en donde está desplomado uno de los personajes, un efectivo de fuerzas especiales herido que se queja de dolor. Apenas se lo divisa por la escasa luz del fogón y el silencio surge de inmediato en aquella oscuridad inquietante que augura la violencia en el territorio mapuche. “Hay un fin político del teatro documental, de reivindicación de la identidad del ser humano propiamente tal y de su contexto”, afirma González, “si bien no es el fin, siento que en el teatro documental para mí por lo menos hay algo sanador de por medio, uno sana pero no es a propósito”.
Ñuke está basada en un texto escrito por David Arancibia, en hechos de violencia reales como el caso del sargento Hugo Albornoz en Ercilla, caso de José Huenante, pero también en testimonios del elenco y otros recogidos en Cañete. Cuéntame cómo fue esa experiencia y qué significa para ti, para el elenco trabajar con la realidad. ¿Qué pasa con la relación con las personas que dan su testimonio, imagino a veces en el anonimato?
Cuando David me pasó su texto me gustó, pero sentía que era muy discursivo. Y yo decía es que la realidad es mucho más compleja que un panfleto o una marcha. El hecho de trabajar con testimonios te involucra con las personas, conoces su contexto, su historia; porque la realidad mapuche es una realidad muy compleja, muy diversa. Hay familias que están recuperando territorios pero hay mapuche urbanos, hay mapuche desarraigados que ni siquiera saben que son mapuche. Entonces hay una realidad muy diversa en el mundo mapuche. Con Ñuke pensé no me puedo quedar con el texto, tengo que conocer a una familia. Para Galvarino [obra anterior] tomamos testimonios pero no habíamos estado en el territorio en conflicto. Con Danilo Espinoza, quien está a cargo de la dirección de arte de Ñuke, nos fuimos un día a Cañete. Ahí conocimos a Blanca que nos recibió tres días en su casa. Si bien ella no había sido allanada, sí a veces pasaba carabineros a la una, a las tres de la mañana; entraban, preguntaban, hacían control de identidad. Blanca me contó que su papá también había sido torturado en la dictadura militar. Y bueno, la zona de Cañete, Tirúa, es una zona que fue muy reprimida en la dictadura y todo se empezó a juntar. Empezamos a comprender que este conflicto no es solo el conflicto actual, sino que hay un conflicto histórico que tiene que ver con la usurpación de las tierras, primero con la Pacificación de la Araucanía y posteriormente en el periodo de la dictadura militar, donde también se quitaron territorios. Así entendimos el contexto, qué pasa con el pueblo mapuche: la militarización es, existe. Uno va a Cañete, te subes al cerro y ves cómo está lleno de fuerzas especiales.
En la obra como espectadores vivimos la violencia dentro de la ruka, en la intimidad de una familia que está siendo allanada y que sufre por el encarcelamiento de su hijo. ¿Es Ñuke una obra que nos acerca más al terreno de la frontera (Wallmapu-Chile), al territorio de lo no dicho que a la cosmovisión mapuche, por ejemplo? ¿A qué nos invita?
Bueno, creo que Ñuke se ha transformado en contrainformación. Creo que es una obra que instala, que devela una mirada desde la resistencia, desde un aspecto político. Es una obra que le está dando cuenta al pueblo chileno lo que realmente está pasando en Wallmapu, en las comunidades que están siendo violentadas. Y eso, con el paso del tiempo, lo hemos ido legitimando también. Muchas de las personas que están viviendo estos hechos vieron la obra y para ellos fue tremendamente doloroso. No fue para nada fácil porque es como mostrarles lo que están viviendo. Pero para el que no lo sabe es, yo siento, como si hiciéramos periodismo estético, político, con las emociones puestas ahí pero es un testimonio vivo de lo que está sucediendo actualmente. Y es lamentable porque también me pregunto qué va a pasar, qué más va a pasar.
Y claro, también que me he ido acercando cada vez más y siento que se vuelve una responsabilidad política muy importante, como que ya no es solo la obra, siento que tiene que ser algo más que la obra de teatro, tiene que movilizar. Y no es que después de esto salgamos a una marcha pero sí tiene que generar un cambio en ese otro que la vea, no puede entrar y salir exactamente igual.
La lonko Elsa Quinchaleo que actúa como la suegra de Carmen, la protagonista, habla en mapudungun casi toda la obra (sin traducción) y nos deja a los no hablantes intentando descifrar un misterio. ¿Es para ti como creadora un tema el respetar cierto hermetismo que ha mantenido la cultura mapuche en torno a su sabiduría, su kimvn?
A través de los trabajos de la compañía yo he situado el mapudungun como una forma de confrontar un poco al espectador o invitarlo a preguntarse qué dice, por qué no entiendo. Es una lengua que todos debiésemos saber, es nuestra lengua materna. Hoy día hay una revitalización del lenguaje mapudungun, en el sur se hacen internados lingüísticos, acá en Santiago, pero esto es algo resiente. Las nuevas generaciones ya toman consciencia de que sí, claro, no sabemos hablar mapudungun es porque los abuelos se están muriendo. Entonces somos nosotros los encargados de esa revitalización. Y para mí más que el hermetismo, el misterio, es mostrar que esto está vivo. Si después al final nos pregunta qué dijo, decimos lo que dice, no hay ningún problema en compartirlo.
Elsa [Quinchaleo] es un testimonio vivo. Mientras esté viva siempre va a ser nuestra primera actriz, de alguna manera. Nos ha transmitido mucho de su kimvn, mucha sabiduría y nosotros también le hemos transmitido a ella. Ha habido un proceso de educación, como un Trafkintü [ceremonia ancestral mapuche para el intercambio de semillas y saberes]. Nos entregamos: yo te entrego algo, tú me entregas algo. Quizás me fui de la pregunta.
No, no, pero si quieres agregar algo más sobre cómo te vinculas como creadora con ese límite de qué contar, qué no contar de la cosmovisión mapuche.
Comencé a participar de ceremonias en Santiago en la comuna de El Bosque [donde creció] pero siempre estaba como afuera. Porque está la población, está mi pueblo y hay un rewe pero pasan las micros, estamos en la ciudad. Me cuestionaba todo y no podía entrar nunca en la ceremonia. Y me pasa que por lo mismo tampoco yo voy a llevar la ceremonia a escena, trato de llevar lo que para mí es familiar. Creo que hay espacios que tienen que respetarse y ahí está de la mano cuando uno trabaja también con cultores como Elsa, tú sabes qué puedes poner, qué no puedes poner en escena. Ahora igual uno trasgrede, la ruka de Ñuke por ejemplo se ha transformado en una escenografía, quizás estamos rompiendo con las cosas establecidas. Quizás en esta ruka no vamos a hacer un nguillatun, no vamos a hacer wetripantu, pero cada vez que se levanta esta ruka hacemos llellipun para pedir permiso y eso lo guía Elsa o Fabián. No lo voy a guiar yo, si yo no soy hablante. Y todo el resto estamos acompañando, tratamos de aprender y ahí está el respeto por los espacios, lo que se debe, lo que no se debe hacer. Y yo no sé si voy a poner el llellipun en escena, pero hay ciertos elementos que sí puedo como la primera escena donde hay un espacio ceremonial, ritual, pero para todo eso tengo que pedir permiso también. Por eso Elsa es fundamental para respetar la cosmovisión. Si ella no estuviera, creo que Ñuke no se podría hacer.
Al final de la función tú como directora das la palabra para que los asistentes den su opinión mientras comemos todos las sopaipillas que se cocinaron en escena. ¿Es esta característica parte lo que llamarías teatro mapuche, el nutram (conversación? ¿Qué es lo que más resaltarías de lo que dice el público?
Me parece que no es solo una característica del teatro mapuche, sino que tiene que ver con el teatro político, con la responsabilidad de lo que estás contando en escena. Creo que es muy importante que se produzca un espacio de reflexión después de la obra. En esta instancia de Ñuke estamos aquí, la ruka convoca, estamos todos mirándonos. Antiguamente las familias estaban alrededor de la ruka y contaban historias. Entonces, claro, aquí quizás se vuelve más un teatro mapuche porque estamos alrededor del fogón. Hoy día esta es la historia que estamos contando de nuestro pueblo y ¿cuál es la historia que tienen ustedes? Si finalmente todos somos un pueblo y ahí se rompe la frontera también, como en esto de lo mapuche y lo no mapuche. Mapuche es gente de la tierra y todos somos de la tierra. La gente que no sabe nada es como ¡qué está pasando! Y quedan muy afectados, se ve mucho llanto después de la obra. Y el público mapuche, no sé, han llegado abuelas, se paran y empiezan a hablar en mapudungun. Yo lo encuentro maravilloso porque sienten que este es su espacio. Hay gente que se ha repetido la obra y ha vuelto, no habla la primera y viene a la segunda vez y se lanza y habla. Pasa mucho con jóvenes mapuche que están revitalizando el mapudungun. Cuando se levantan es como si la gente dijera ‘sí, existen’.
Yo creo que Ñuke es una obra que está abriendo. Si bien hay un hermetismo de nuestro pueblo, que tiene que ver con una violencia, si a ti te han pegado toda la vida tampoco te vas a llegar y abrir, pero creo que nosotros hemos tenido la oportunidad de remirar nuestra historia, de sanar ciertos aspectos dolorosos. Para mí el hablar del dolor es para poder mirarlo y sanar eso que está ahí. Me pasa a mí y a mi familia, hoy día hablamos de esas cosas y ya no duelen tanto como nos dolían antes porque se han transformado en belleza. Creo que el teatro hoy en día debe, debe movilizar, debe conmover. Tú transformas el dolor en algo hermoso y lo vuelves a mirar; pero lo vuelves a mirar desde otra perspectiva.